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La Bachué de Rómulo Rozo


La Bachué de Rómulo Rozo
Cuando se estudia el surgimiento del arte moderno en Colombia, aun en medio de polémicas y enconados desacuerdos, Bachué diosa generatriz del pueblo chibcha (1925) se sostiene como obra germinal. En 1925, cuando el escultor chiquinquireño Rómulo Rozo (1899-1964) tallaba la profusa ornamentación que se extiende sobre la superficie brillante de esta deidad polimorfa, no debió imaginar, o acaso pensó brevemente, el lugar que esta ocuparía en la historia de la plástica colombiana. A pesar de sus detractores que la han calificado como pequeña, insignificante y hasta fea, la Bachué de Rozo continúa brindando su original potencia estética, configurando no solo en la trayectoria personal del artista sino en la propia historia del arte colombiano y latinoamericano, un referente muy valioso para los relatos del arte de vanguardia: un principio posible.
La Bachué de Rozo es monumental, no por su tamaño, ya que, en su versión en granito mide apenas 1,60 m. de altura, sino por el armónico movimiento que Rozo consiguió impregnar a la piedra, en su intención de conjugar en una sola pieza la totalidad de la homónima leyenda muisca. Como lo describe el historiador y crítico de arte Álvaro Medina, quien ha sido el principal estudioso de la obra de este artista, en la escultura “Rozo representó a Bachué y su consorte en dos momentos cruciales, separados entre sí por el lapso de los numerosos años que le tomó a la pareja cumplir la misión de poblar la tierra. El primer momento está plasmado de la cintura hacia arriba y nos muestra a los dos personajes al salir de las aguas por primera vez, cuando el varón es prácticamente un bebé. El segundo momento se desarrolla de la cintura hacia abajo, cuando los consortes se convierten en culebras y vuelven a la laguna de Iguaque porque han cumplido la misión generatriz que tenían asignada. Ni futurista ni cubista, en la escultura de Rozo es posible apreciar, en un solo bloque hierático, dos acontecimientos distintos, separados en el tiempo, que se revelan simultáneos en el plano visual. La ingeniosa disposición le confiere su singularidad a la obra, haciendo de ella una de las más audaces de la escultura latinoamericana que se realizaba en la época”1.
En efecto, la pieza era audaz en cuanto a su forma, imbuida de una mística profunda y de un simbolismo difuminado por su profusa capa ornamental. Por esta razón, la Bachué de Rozo fue recibida con beneplácito por la crítica parisina. En la Revista Moderna de París, Louis Forest afirmó sobre la obra: “Estas estatuas y algunas del mismo estilo son de extremada riqueza de decoración y de originalidad absoluta. La expresión moderna del movimiento se halla magníficamente unida a la ornamentación y al misticismo arcaico”2.
El pensador. Escultura de Rómulo Rozo, 1931. Postal con mensaje de Anita de Rozo. Colección particular.

Las obras realizadas por Rozo durante su permanencia en París se conjugaron bien con diversas vetas del arte moderno, especialmente con el simbolismo3. Por otra parte, ellas se inspiraban en el arte prehispánico, y en general no occidental, que ocupaba los escaparates de diversos museos de la capital francesa y que, por otra parte, constituía una de las fuentes primordiales de la cual bebieron los artistas modernos europeos en su afán experimental.
El trabajo desarrollado por Rozo en su período europeo le valió el reconocimiento de sus colegas en el continente, y finalmente lo condujo a México, donde realizó la mayor y más significativa parte de su obra, integrándose con éxito en el movimiento artístico que allí se desarrollaba. Según David Alfaro Siqueiros (1896-1974), uno de los grandes protagonistas de la escena artística mexicana, Rozo fue el único en llevar al medio escultórico los principios del muralismo en este importante epicentro de la plástica de la primera mitad del siglo XX.
Pero ¿qué hizo de esta obra un elemento tan significativo para la plástica colombiana de la época? Por supuesto, el triunfo de Rozo en la capital europea del arte fue un elemento decisivo para su reconocimiento en el ámbito colombiano. Lo importante, sin embargo, es que su éxito se basaba en una obra completamente heterodoxa, si se consideran los valores artísticos que predominaban en Colombia para entonces. La Bachué de Rozo, junto con la totalidad de su obra parisina, era completamente distinta del neocostumbrismo y del historicismo que caracterizaba la obra con que los centenaristas consignaron el ideal de arte y el ideal de nación hegemónicos en el país en los albores del siglo XX. Se trata de una diferencia que bien podría sintetizarse con las declaraciones que el propio Rozo le dio por esos años al intelectual colombiano Max Grillo: “Yo esculpo a Bachué no como ella pudo ser, sino como yo me la imagino”.
Fotografía de la escultura “Bachué diosa generatriz del pueblo chibcha”, 1925. Con dedicatoria de Rómulo Rozo. Colección particular.

Aparte de implicar una liberación formal que abría las puertas del arte colombiano a un modernismo más sustancial en la plástica, la obra temprana de Rozo fue el primer bastión del experimento americanista en Colombia, por su exploración de las mitologías y de la iconografía del arte indígena prehispánico. Sus trabajos iniciaron el cauce del arte orientado a la exploración de las expresiones de América Latina, concebida esta última como una especie de nación de naciones, mestiza y ancestral, pero a la búsqueda de expresiones de la modernidad tan propias y originales como las creadas en las principales capitales europeas.

La vertiente americanista

La música. Escultura de Rómulo Rozo, 1924. Postal con mensaje de Anita de Rozo. Colección particular.
En Colombia, las primeras expresiones de este movimiento internacional se asocian al bachuismo, término bajo el cual se reúne un conjunto de artistas y literatos preocupados explícitamente por la concreción de un arte desligado de la tutela del canon europeo. Por supuesto, en pleno fulgor de los modernos nacionalismos, se trataba de un ejercicio de invención en los vericuetos de la identidad cultural de la nación. La escultora Hena Rodríguez Parra (1915-1997) y los escritores Darío Achury Valenzuela (1906-1999), Rafael Azula Barrera (1912-1998), Darío Samper (1909-1984), Tulio González (1906-1968) y Juan P. Varela, así lo manifestaron cuando, en 1930, publicaron Cuaderno del Bachué en las Lecturas Dominicales del diario El Tiempo, una especie de manifiesto vanguardista que, imbuido de un tono casi religioso o místico, plantea las principales cuestiones para emprender la síntesis de una cultura propia: “El europeísmo prácticamente ha fracasado. Solo nos queda una orientación hacia nosotros mismos, hacia la tierra; un único remedio; ser nosotros”4.
Portada del Cuaderno del Bachué publicado en Lecturas Dominicales, suplemento semanal de El Tiempo, 17 de agosto de 1930. Colección Biblioteca Nacional de Colombia.

Aunque Cuaderno del Bachué no fue aglutinante de un grupo artístico de vanguardia en un sentido programático, se considera un punto de inflexión importante por la función que cumplió como detonante de polémicas necesarias para modificar el curso de las artes plásticas a través de los años treinta. En el ámbito de la escultura y bajo la tutela del español Ramón Barba (1892-1964), Hena Rodríguez y Josefina Albarracín (1910-1977) concretaron tallas de un realismo dulce y contundente a la vez, las cuales retrataban de manera fidedigna a personajes del pueblo, desplazando a la escultura de la usual realización de retóricas efigies de figuras de la historia política y cultural hacia los representantes anónimos de los sectores más populares de la sociedad.
Una senda semejante recorrieron José Domingo Rodríguez (1895-1968) y Julio Abril (1911-1979), en la medida en que se abocaron a la renovación iconográfica de las representaciones de nación, aunque estos dos artistas cultivaron una marcada tendencia alegórica dentro de su producción.
Familia minera. Escultura de Julio Abril. Colección Fundación Marco Ospina Pro-Arte AC., México.

Bachué no solo fue una metáfora del nuevo arte que esta generación buscaba. El indigenismo se abría paso en las artes plásticas, haciendo de la representación de los indígenas, de las noticias que existían sobre sus culturas y de los vestigios materiales de aquellas que ya habían desaparecido, una importante fuente de inspiración temática e iconográfica para la plástica del período. Este interés se mantuvo incluso hasta bien entrados los años cincuenta, pero en esa década la aproximación a los patrimonios indoamericanos cambió, cultivándose más desde un punto de vista formal en unos casos, y alimentándose ahora de la aproximación directa a las culturas indígenas vivas que la emergencia de las ciencias sociales contribuyó a motivar. Así, esta vertiente logró abrirse paso hasta los años de consolidación del abstraccionismo en Colombia, alimentando la obra de artistas tan importantes como Edgar Negret (1920-2012) y Eduardo Ramírez Villamizar (1922-2004) en la escultura, o Lucy Tejada (1920-2011), Alberto Arboleda (1925-2011) y Leopoldo Richter (1896-1994) en la pintura.
Las tres gracias. Óleo de Luis Alberto Acuña, 1937. Colección Museo de Antioquia. Reg. 286

Luis Alberto Acuña (1904-1994) es uno de los representantes más notorios y persistentes del indigenismo, no solo por su obra pictórica, dentro de la cual se cuenta uno de los conjuntos más extensos y consistentes de pintura mural, sino por su trabajo intelectual en general. Junto a Rozo, se cuenta entre los primeros artistas colombianos involucrados con el rescate de los acervos materiales y del patrimonio inmaterial indígena en el contexto de las artes plásticas.
América tierra firme. Dibujo de Sergio Trujillo Magnenat, ca. 1937. Dibujos colombianos. Colección Biblioteca Nacional de Colombia. Fondo Arciniegas, 257

Cabeza. Cerámica de Sergio Trujillo Magnenat, 1934. Colección Museo Nacional de Colombia. Reg. 7474. 257

Así, durante los años treinta y cuarenta, se fue configurando una veta del arte correspondiente al relato del mestizaje que venía fortaleciéndose en el ámbito de las humanidades por todo el subcontinente americano desde fines del siglo XIX. A los artistas involucrados con el avance de este cauce ideológico se les conoce como americanistas, término que abre el compás del germinal bachuismo con el cual se inició la década de los treinta.
El impulso del arte americanista a partir de esos años no es casual. Justamente entonces inició la decadencia de la hegemonía conservadora, al salir victorioso en las urnas el candidato a la presidencia Enrique Olaya Herrera (1880-1937). Con él, el Partido Liberal regresó al poder luego de más de cuatro décadas de hallarse marginado como secuela de su derrota en la guerra de los mil días.
La bella durmiente Pintura de Sergio Trujillo Magnenat, ca. 1932. Colección de Arte del Banco de la República Reg. AP3179
Las consecuencias de este viraje político en el mundo de la cultura fueron cruciales. En primer lugar, estuvo el surgimiento de un clamor por crear una visión del país y de la nación a partir de la construcción objetiva de conocimiento sobre la realidad, pues la intelectualidad asociada al liberalismo le criticaba a los centenaristas la idealización social y la pulsión por valores metafísicos que predominaba en sus producciones artísticas y culturales. No menos se criticaba esto en el ámbito de la política. Esta crítica se remontaba ya a la emergencia de “Los Nuevos” en los años veinte, solo que ahora las condiciones se prestaban para que tuviera un mayor desarrollo en las artes.
Carolina Cárdenas Núñez. Óleo de Francisco Antonio Cano Cardona, 1930. Colección Museo Nacional de Colombia. Reg. 3805

De hecho, a la vez que la vertiente americanista cobraba fuerza, artistas como Sergio Trujillo Magnenat (1911-1999) y Carolina Cárdenas (1903-1936) exploraban otras vetas modernistas a partir de su interés por fusionar el arte y la vida cotidiana en la producción pictórica, fotográfica, escultórica y también de objetos utilitarios, marcados por un estilo refinado, en el cual resulta legible la impronta del Art Decó, de manera que a menudo lograron fusionar las tareas del arte y las del diseño.
Sin título. Dibujo de Carolina Cárdenas Núñez, 1932. Colección Museo Nacional de Colombia. Reg. 7635.

Sin título. Dibujo de Carolina Cárdenas Núñez, 1932. Colección Museo Nacional de Colombia. Reg. 7634.

Con el paulatino crecimiento de un sentimiento nacionalista, avivado por el conflicto bélico colombo peruano, inició su carrera la figura del pueblo colombiano como una fuente de fuerza transformadora de los vicios de las clases dirigentes; por supuesto que esta fuerza debería estar bien orientada, bajo la tutela de los nuevos gobiernos de la república liberal, de manera que el paternalismo campante durante la hegemonía conservadora no se modificó sustancialmente. En este contexto, la concepción de una Colombia mestiza se fortalecía en franca contradicción con la personificación e idealización de España (Europa) como “madre patria”, por la cual se cultivó en los albores del siglo XX, en consonancia con el neocostumbrismo hegemónico, la españolería5. Al arte le correspondía la tarea de representar al pueblo, destacando su carácter y sus virtudes particulares.
Casi todos los gobiernos de la república liberal consiguieron generar una política más abierta en términos culturales, modificando la desbalanceada relación entre modernización y modernismo que predominó durante la hegemonía conservadora.
En este ambiente un poco más propenso al cambio, los artistas plásticos fueron más asertivos en su acercamiento al arte de vanguardia, modificando sustancialmente las formas de representación en un movimiento cada vez más alejado del academicismo que predominaba hasta entonces.
Paisaje del Amazonas. Óleo de Ignacio Gómez Jaramillo, ca. 1934. Colección Museo de Antioquia. Reg. 1253

Hacia un arte público

No obstante, en términos generales, la configuración de una corriente artística americanista no implicó el abandono de los géneros pictóricos y escultóricos que se cultivaban hasta entonces sino su transgresión a través de la inclusión de nuevas soluciones estilísticas y de fuertes giros en el tratamiento de los temas y contenidos de las obras. Uno de los ejemplos más contundentes de esta transformación se halla en la pintura histórica, en la cual se abandonó el historicismo y academicismo de la generación del centenario para darle cabida a una visión crítica de la historia, capaz de acompañar los movimientos sociales emergentes, imbuida, sin dudas, de un espíritu vindicativo de los aportes del liberalismo a la sociedad colombiana. La expresión más contundente de este fenómeno la constituyen las obras del muralismo colombiano.
El muralismo surgió en Colombia en el seno del americanismo, respondiendo a las inquietudes de las grandes reformas políticas, lideradas por grandes ideólogos de la república liberal, que tuvieron su mayor expresión en el primer gobierno de Alfonso López Pumarejo (1886-1959), y obedeciendo también a la gran agitación que los movimientos políticos internacionales revolucionarios le imprimieron a la vida cultural años antes de la explosión de la segunda guerra mundial; aunque evedientemente el referente de primer orden en materia de la pintura mural durante la primera mitad del siglo XX fue el muralismo mexicano.
En 1936, Ignacio Gómez Jaramillo (1910-1970) viajó a México comisionado por el escritor Jorge Zalamea (1905-1969), quien para entonces era ministro de educación, con el objetivo de estudiar los avances de la política cultural mexicana representada, en lo referente a las artes plásticas, en el auge del muralismo; este encarnaba el potencial de una reforma del campo cultural ingeniada desde el seno de la revolución mexicana, la cual resultaba de gran interés para los sectores del liberalismo en el gobierno colombiano.
Diálogo. Óleo de Ignacio Gómez Jaramillo, 1937. Colección Museo de Antioquia. Reg. 1257

En México, Gómez Jaramillo estrechó lazos especialmente con el artista David Alfaro Siqueiros, amistad de la cual quedaron diversos documentos visuales y textuales. Como consecuencia de su exitosa vinculación a la escena artística mexicana, Gómez Jaramillo participó con una selección de pintores de la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (LEAR), detrás de cuya formación estaba el propio Siqueiros, en la concepción y ejecución del conjunto de murales para el moderno edificio de la Escuela Centro Escolar Revolución6.
Al regresar a Colombia, a través de la prensa y de su labor docente en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad Nacional y, por supuesto, de su propia obra, Gómez Jaramillo se convirtió en uno de los más comprometidos promotores de la pintura mural.
La liberación de los esclavos. Pintura mural de Ignacio Gómez Jaramillo. Congreso de la República de Colombia, Bogotá.

Pedro Nel Gómez (1899-1984), sin embargo, había iniciado su obra mural unos años antes, y fue siempre enfático al negar su vínculo con el renacimiento mexicano. Su atracción por la pintura mural nació en relación con el arte mural del renacimiento italiano; él había realizado un viaje de estudios a Holanda, Francia e Italia, del cual regresó en 1930. Pocos años después de su retorno, en 1934, realizó su primera obra mural pública en el Palacio Municipal de la ciudad de Medellín, conjunto pictórico que aún hoy se conserva y que lo convirtió en una de las figuras fundacionales del muralismo en Colombia, además de ser el pintor con una obra mural más profusa.
La República (1934), uno de los murales del conjunto que Gómez realizó allí, es una obra emblemática del muralismo colombiano. En ella, Pedro Nel Gómez realiza una síntesis mordaz de la historia de Colombia, a partir de la independencia hasta finales de los años veinte. Aquel que se detenga a observar el despliegue de personajes representados en la imagen, encontrará la denuncia abierta de lo que bien podría denominarse una tradición de traición a los ideales que motivaron a los próceres de la independencia en su lucha por la formación de una moderna república: desde la pérdida de Panamá y de gran parte de territorios amazónicos hasta la masacre de las bananeras, Pedro Nel Gómez denuncia las paradojas trágicas de una modernización imperfecta ligada a la violencia y a otros procesos de dominación.
Por el sentido abiertamente crítico e impugnador que ostenta, La República surgió como un trabajo único en su género, inaugurando una aproximación plenamente moderna a la historia de Colombia, desde el punto de vista intelectual y artístico.
Autorretrato. Óleo de Pedro Nel Gómez, 1941. Colección Museo de Antioquia. Reg. 1504

Pareja y flores. Óleo de Pedro Nel Gómez, siglo XX. Colección Museo de Antioquia. Reg. 1468

Este tipo de abordaje, que también era propio del renacimiento mexicano, caracterizó de ahí en adelante al muralismo colombiano. En 1938, el ministro de gobierno Alberto Lleras Camargo (1906-1990) comisionó a Gómez Jaramillo la elaboración de dos murales para el Capitolio Nacional; así surgieron dos de sus obras más influyentes y polémicas: La liberación de los esclavos (1938) y La insurrección de los Comuneros (1938). Ante la oportunidad de inscribir su obra en una edificación tan emblemática de la república, Gómez Jaramillo seleccionó dos temas históricos, distantes entre sí en su dimensión temporal, pero cercanos en su horizonte de interpretación, dado que en ambos casos se representan las luchas emancipatorias de algún sector popular.
En este conjunto mural, Gómez Jaramillo rompe el continuo espacio temporal propio de la pintura academista, para resaltar la idea del proceso de liberación sobreponiendo, en el mismo espacio, los momentos de sumisión, sublevación, represión y emancipación de los sectores del pueblo representados.
La determinación de los gobiernos de la república liberal de apoyar al movimiento muralista se concretó tardíamente; aparte de las enconadas polémicas que desató el trabajo de Gómez Jaramillo en el momento de su realización, pocos años después, en el período de la restauración conservadora, los murales fueron cubiertos por orden de Laureano Gómez (1899-1965), durante los preparativos para la IX Conferencia Panamericana que se iba a realizar en los primeros meses de 1948. A través de esta acción censora, el muralismo público colombiano recibía un golpe contundente cuando apenas comenzaba su crecimiento.
No obstante el clima adverso a la experimentación artística que caracterizó al período de la restauración conservadora, el movimiento de los muralistas continuó aglutinándose, ahora en torno al antifascismo, dado que este había cobrado una gran resonancia en el marco de la segunda guerra mundial.
La corta visita del artista mexicano David Alfaro Siqueiros a Bogotá, en 1943, en el contexto de la gira contra el fascismo por América Latina, se convirtió en un importante pivote para los muralistas. Para esa fecha, ellos ya se encontraban comprometidos con el movimiento antifascista colombiano, pero el discurso de Siqueiros fue un aliciente importante para fusionar su actividad política con la artística.
Durante su previa estadía en Chile, Siqueiros dirigió la realización del ciclo de murales de la Escuela México en Chillán. El joven pintor colombiano Alipio Jaramillo (1913-1999) formó parte del equipo de trabajo que ejecutó la obra. A partir de entonces se sumó como una de las figuras más importantes al movimiento muralista colombiano. Poco se conserva, no obstante, de su obra mural. El ciclo de murales que realizó en la Ciudad Universitaria de la Universidad Nacional de Colombia, fue objeto de censura, como tantas otras obras realizadas por los muralistas. 
En este contexto, un grupo nutrido de artistas plásticos y escritores cultivaron su condición de intelectuales, en su preocupación por incidir en la opinión pública. Surgió en este contexto, en 1944, la revista Espiral, impulsada por el escritor español Clemente Airó (1918-1975). En sus primeros números, que salieron a la luz bajo la dirección de Luis Vidales (1900-1990), Espiral vehiculó los intereses y opinión de un conjunto significativo de artistas comprometidos con el desarrollo del arte moderno en Colombia, entre quienes se contaban, para el momento de su fundación, varios representantes relevantes del muralismo: Luis B. Ramos (1899-1955), Luis Alberto Acuña (1904-1993), Ignacio Gómez Jaramillo (1910-1970) y Marco Ospina (1912-1983). Espiral fue el principal órgano de comunicación de los artistas y escritores en el período de la restauración conservadora, cumpliendo la función de preservar la integridad intelectual de sus colaboradores y convirtiéndose en el antecedente más importante de las revistas especializadas que surgieron durante la segunda mitad de los años cincuenta: Plástica (1956) y Prisma (1957).
Mujer con piel. Óleo de Eladio Vélez, 1927. Colección Museo de Antioquia. Reg. 268

Aunque resulte paradójico, fue precisamente durante la restauración conservadora que estos artistas dieron un impulso sin precedentes a la idea de consolidar un arte público. Su visión del arte moderno, imbuida de una ideología revolucionaria, de talante socialista y democratizante, quedó íntimamente ligada al arte público, arraigado en la arquitectura, en los espacios públicos de la ciudad, como una garantía de transformación del carácter elitario de la pintura de caballete y de otros medios artísticos ligados al coleccionismo privado.
En 1953, Ignacio Gómez Jaramillo, Jorge Elías Triana (1921-1999) y Marco Ospina abrieron una Sala de Arte con el fin de promover el contacto del público con el arte moderno, la conciencia gremial de los artistas mediante la constitución de asociaciones o grupos7 y el fomento de la integración plástica; en sus palabras: “Nuestra intención es precisamente la de iniciar el movimiento de la pintura pública, llevarle al pueblo –en lugares de fácil acceso: edificios públicos, mercados, escuelas, centros de asistencia social, etc.– la pintura colombiana, y la escultura igualmente…”8
La integración plástica fue un horizonte de experimentación que evolucionó de los principios ideológicos del muralismo, especialmente con el impulso de Siqueiros y de las constelaciones de artistas asociados a él. Esta consistía en la búsqueda de propuestas urbanísticas integradoras de la arquitectura y las artes plásticas.
Con respecto a la relación entre arquitectura y arte en Colombia, los pintores afirmaban que “la arquitectura sí ha progresado en su aspecto estructural, y algunas veces también y en casos aislados y extraordinarios, estéticamente. Pero ha perdido, como lo dijimos, sus complementos: la pintura y la escultura que formaban el indisoluble y prodigioso triángulo plástico […] Los arquitectos actuales desconfían de la “modernidad” de nuestros pintores o escultores, y revisten sus construcciones con decoración menor: mármoles veteados, incrustaciones doradas, espejos y abalorios, de tan mal gusto como inactuales”9.
Es difícil establecer los logros del grupo de la Sala de Arte en su promoción de la integración plástica, debido al descuido profundo del patrimonio artístico en Colombia, que ha permitido la destrucción de muchas obras de arte instaladas en la ciudad, por una parte y, por otra, por la complejidad de la vida política del país durante el período en cuestión y su nefasta incidencia en el mundo del arte. No obstante, las obras y documentos sobrevivientes dejan ver la riqueza del movimiento emprendido por estos artistas y su profunda incidencia en el acontecer artístico de esos años.
Bocetos para los vitrales de la Iglesia de Nuestra Señora de Fátima. Obra de Marco Ospina. Colección de la Fundación Marco Ospina Pro-Arte AC., México.

Bocetos para los vitrales de la Iglesia de Nuestra Señora de Fátima. Obra de Marco Ospina. Colección de la Fundación Marco Ospina Pro-Arte AC., México.

Bocetos para los vitrales de la Iglesia de Nuestra Señora de Fátima. Obra de Marco Ospina. Colección de la Fundación Marco Ospina Pro-Arte AC., México.

 La Capilla de Nuestra Señora de Fátima (hoy conocida como María Reina), construida en 1954, es la obra emblemática del movimiento por la integración plástica en Colombia. Diseñada por el joven arquitecto Juvenal Moya Cadena (¿1919?-¿?), la de Fátima fue, como la llamara el escritor Antonio Montaña (1932-2013) “una realización de lo imposible”: la primera iglesia construida bajo los principios de un arte/arquitectura religiosa moderna en el país. El concepto artístico de la iglesia fue concebido y elaborado por Marco Ospina, quien realizó los murales exteriores, de azulejo industrial, el mural interior y los 22 vitrales que pintan con luz la nave central y el vitral; por el escultor Hugo Martínez (1923), que se hizo cargo de la estilizada efigie de la Virgen que adorna el arco del campanario; por Julio Abril, quien realizó las esculturas ubicadas en los altares laterales y Gomer Medina (¿?), que ejecutó el Via Crucis de las naves laterales. El tono dominante del conjunto plástico lo marca la tendencia abstraccionista a través de la cual estos artistas interpretaron el misticismo implicado en el arte religioso.
Desde los años treinta hasta los sesenta, el muralismo se desarrolló a contrapelo de la cultura hegemónica, cargada de los lastres de toda sociedad colonizada, resistente a la modernidad, vuelta de espaldas al ejercicio artístico e intelectual libre y afectada profundamente por los procesos de violencia que marcaron la historia del país. A pesar de no contar con el decidido mecenazgo de un Estado orientado por una política cultural pública y moderna, los muralistas concretaron una obra fuerte en cuanto a la dimensión estética, a la vez que activa y crítica en cuanto a la política. Una obra a través de la cual contribuyeron a la construcción de interpretaciones nuevas de la nación colombiana y de su historia e instauraron las prácticas del arte moderno en nuestro medio, fungiendo como artistas plenamente intelectuales. 

REFERENCIA

  1. El curador y crítico de arte Eduardo Serrano describe la situación del siguiente modo: “Hasta 1934 prevalecía, pues, en Colombia la estética centenarista representada por pinturas de género o de costumbres, por naturalezas muertas, y sobre todo, por paisajes realizados en parte con objetivos naturalistas, pero en parte también con algunos rasgos modernos como cierta libertad cromática, una pincelada suelta y un claro desinterés por los detalles. Estos rasgos, derivados directamente de Santa María, se hallaban presentes en la obra de algunos de los más destacados artistas de las primeras décadas del siglo como Fídolo Alfonso González Camargo, Jesús María Zamora, Domingo Moreno Otero, Miguel Díaz Vargas, y más esporádicamente y por más cortos lapsos, en el trabajo de Francisco Antonio Cano, Ricardo Gómez Campuzano, Coriolano Leudo y Eugenio Zerda”. Eduardo Serrano. “Regreso a Colombia”, plegable informativo de la exposiciónIgnacio Gómez JaramilloUna visión retrospectiva, Museo de Arte Moderno de Bogotá, julio a agosto de 1988.
  2. Aparte de Gómez Jaramillo, las obras fueron realizadas por Raúl Anguiano, Fermín Revueltas, Aurora Reyes, Gonzalo de la Paz, Antonio Gutiérrez y Everardo Ramírez. El nuevo edificio de la Escuela Centro Escolar Revolución fue un proyecto modernista-racionalista del arquitecto Antonio Muñoz García. Más información al respecto se encuentra en http://alrededoresciudadela.blogspot.com.co/


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