Basado en 'dogmas inexorables' se aventuró en el campo de la crítica de la
obra de León de Greiff, Porfirio Barba Jacob, la pintura de Carlos Correa, Pedro Nel Gómez, la GRAN Debora Arango, García Lorca. De Barba Jacob,
por ejemplo, concluye que “las personas normales y decentes” no pueden sino
arrojar a la basura su libro de versos. También recurre a la estigmatización:
“Para ser gran poeta a la manera de García Lorca no se necesita saber nada ni
someterse a ninguna regla ni disciplina. Basta ser gitano y tener poca
vergüenza”.
Aunque Laureano Gómez era un lector asiduo, su Juicio es Confuso, Profuso y Difuso
Aunque Laureano Gómez era un lector asiduo, su Juicio es Confuso, Profuso y Difuso
El expresidente Uribe es
una metáfora visual: el hombre que domina la bestia; el héroe a caballo, de
plaza pública, que no deja caer el producto de exportación lícita más
significativo del país. Se suele pensar en la metáfora como un recurso propio
del hombre de letras, con potencial creativo. No obstante, a veces puede
resultar del azar, del reciclaje de las analogías que toda sociedad acumula en
el cajón.
No hay causa perdida es la
autobiografía de Álvaro Uribe Vélez, redactada por Brian Winter. Dios, patria y
familia son los hilos conductores de su narración, predecible para cualquier
lector medianamente informado sobre las características del protagonista. Para
empezar, los célebres “tres huevitos” (frágiles, empollados por una gallina,
ave asociada con la cobardía) son una desafortunada imagen poética que parece
haber quedado en evidencia bajo la lupa de los editores de Penguin, pues la
reemplazaron por el “Triángulo de la confianza”… más parecido a una pirámide,
sólida, un referente de mayor elaboración.
(No sobra aclarar que
saberse considerado como “una especie de Bruce Wayne [Batman] suramericano”,
según afirma el texto, no es precisamente una metáfora). ¿Cuál es el ciclo de
vida útil de las imágenes creadas por un discurso político?, ¿acaso mueren?,
¿resucitan?, ¿son recicladas?, ¿evolucionan?, ¿se autoinmunizan? El método de
la comparación ofrece algunas respuestas.
No es ingenuo que No hay
causa perdida intente elevar la figura de Uribe Vélez al nivel de dos grandes
líderes colombianos del siglo XX: Jorge Eliécer Gaitán y Luis Carlos Galán;
como tampoco es gratuito que establezca una diferencia esencial entre los tres:
el expresidente Uribe ha salido bien librado de múltiples atentados, como si
detrás de su supervivencia hubiera una Voluntad Superior. ¿A quién se parece,
en realidad, el Álvaro Uribe Vélez de No hay causa perdida?
En La restauración
conservadora 1946-1957, cuarta compilación de la Cátedra de Pensamiento
Colombiano de la Universidad Nacional, la investigadora Ángela Uribe Botero
explica cómo la metáfora puede ser una herramienta para minimizar las
características que definen al contradictor. El poder simplificador de la
metáfora estigmatiza y a la vez incita a la acción en contra de quien se
considera una amenaza, porque profesa una ideología diferente.
Uribe Botero analiza el
modo en que las pastorales de Miguel Ángel Builes se valen de la metáfora para
simplificar lo complejo, mostrando un atributo y escondiendo otros: “No hay
muchos y variados liberalismos, sino uno”, escribió monseñor, insinuando así
que el pensamiento liberal es simple, sin matices ni diversas manifestaciones.
También resalta la manera en que la metáfora puede configurar un mundo
peligroso. ¿Cómo? Cuando en determinados contextos se convierte en letanía, la
efectividad de la analogía aumenta. Por ejemplo, si se repite en momentos
claves como oficios religiosos, en el caso de Builes; o triunfos militares, en
el de Uribe.
En 1936, monseñor Miguel
Ángel Builes, obispo de Santa Rosa de Osos, redactó el “Manifiesto de los
prelados de Colombia al pueblo católico” para responder a la propuesta de
reforma constitucional del entonces mandatario, Alfonso López Pumarejo. El
proyecto liberal buscaba, entre otros objetivos, suprimir el nombre de Dios
como autoridad estatal e instituir la libertad de cultos. El poder del discurso
de Builes logró que el proyecto de López, la “Revolución en Marcha”, fuera
mirado como una amenaza a la justicia (según él, mediada por la creencia en
Dios): “Llegado el momento de hacer prevalecer la justicia, ni nosotros, ni
nuestro clero, ni nuestros fieles permaneceremos inermes ni pasivos”.
La metáfora fue su
instrumento para estigmatizar a los liberales y convertirlos en “encarnaciones
del diablo, en lastres pestilentes”. “Para que veáis que no se puede ser
liberal y católico a la vez”, advertían sus pastorales. “El liderazgo tiene que
saber nadar contra la corriente que otros quieren imponer y perseverar para
cambiarla”, afirma No hay causa perdida.
Estos fragmentos no sólo
insinúan que quien habla es portador de una verdad irrefutable, sino que le dan
una forma única al otro: de enemigo. Quien es distinto debe virar hacia la
verdad absoluta que profesan Builes y Uribe. Es la evocación del memorable
Evangelio de Mateo: “El que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge
conmigo, desparrama”.
Es por eso que, tal vez,
el mayor peligro de este lenguaje está en su carácter polarizador. Por eso
ambos discursos (el de Builes y el de Uribe Vélez) han logrado, cada uno en su
tiempo, penetrar hasta la capa más profunda de la sociedad: la conversación
familiar, de amigos, en la mesa del comedor. “Los contextos de polarización
política, con frecuencia, suelen presentarse de manera que lo que se produce es
esta suerte de psicosis”, dice, sobre el caso de Builes, Ángela Uribe Botero.
Para monseñor, quien no es
conservador, es liberal (sinónimo para él, de pecador y comunista). El otro
para Álvaro Uribe Vélez no son sólo los militantes políticos de la izquierda ni
los miembros de las Farc: quien no es uribista, es antiuribista. No hay
términos medios.
Tanto en las pastorales
como en la autobiografía prevalece la presencia de un ungido, un salvador.
Escribió Builes: “Soy, pues, vuestro padre, hermanos míos; pero por lo mismo
que el padre es por imposición misma de la naturaleza maestro y guía de sus
hijos, heme aquí como guía y doctor de vuestras almas”.
“Pido al Creador que me
permita deliberar hasta el día final con amor a Colombia […] como un compromiso
con el derecho de las nuevas generaciones a vivir en una patria de rectitud,
bienestar y equidad”, reflexiona el expresidente. Y recuerda que la gente
clamaba: “¡Gobernador, no se detenga, por favor! […] Su política es lo único
que nos salva”.
La gravedad de las
implicaciones del discurso que unge es evidente: “En la Colombia que
gobernábamos la ley se aplicaba a todo el mundo”. Sin ese Uribe Vélez, en
plural (el “nosotros”, forma característica de la oralidad caudillista), la ley
cambia. La legitimidad está dada por Uribe y no por la aplicación de la norma
misma.
La misma compilación de la
Cátedra de Pensamiento Colombiano presenta un análisis del idilio que, en la
tradición literaria, es el género poético que se caracteriza por la
idealización de la vida campesina y del paisaje rural.
El profesor David Jiménez
Panesso aclara: “Pertenece a la esencia misma del idilio la estetización de las
relaciones sociales y su elaboración en un lenguaje de reconciliación. Lo
interesante está en el traslado de ese lenguaje idealizado al terreno del
lenguaje político”.
A través de la fuerza
idealizadora de la retórica, Laureano Gómez buscaba establecer un paralelismo
entre el orden de la naturaleza y el orden moral. Para tal propósito, Gómez
acude a figuras de las parábolas evangélicas como las malezas, la cizaña del
odio y la cosecha del bien.
“Deben arrancarse de los
corazones ingenuos las cizañas del odio que en ellos sembró el enemigo nocturno
y amenazan sofocar la cosecha del bien con la agrura del resentimiento”, dice
Gómez.
Por supuesto, si hay un
idilio, un paraíso, debe haber una amenaza, un apocalipsis que el presidente
conservador crea para la justificación de actos políticos partidistas y atacar
el proyecto moderno de López Pumarejo.
Es “la destrucción del
mundo idílico por una fuerza externa”, explica Jiménez Panesso. En el caso de
la biografía de Uribe, el idilio atraviesa todo el relato: “Alberto Uribe
Sierra [su padre] fue un habitante de esa otra Colombia […] un paraíso para
hombres hechos a pulso”.
“Esta fue la Colombia que
les entregué a nuestros sucesores: una Colombia que no era un paraíso, una
Colombia que aún tenía muchos problemas serios, pero una Colombia que estaba
avanzando en la dirección correcta”. Es claro que la dirección hacia ese
paraíso la demarca Álvaro Uribe Vélez.
“Cuando el sol brilla y la
violencia se reduce, Colombia puede ser un paraíso”. El sol es Uribe, el
paraíso es Colombia bajo su autoridad. El expresidente antioqueño también
dibuja la amenaza: “El país mejoró, eliminamos unos grupos terroristas,
debilitamos otros, pero su voracidad criminal persiste. La culebra está viva”.
Aquí persiste el símil: la
serpiente que tienta, que incita al pecado, y podría llevar a los colombianos a
la expulsión del paraíso. “Vamos a quitarle al país la plaga de estos
bandidos”. Con el uso del habitual lenguaje mediático castrense, Uribe retoma
la figura de la “plaga”, el castigo bíblico que Dios impone a quienes no le
obedecen: incluso la existencia de la guerrilla se configura como designio
divino.
¿Acaso el idilio, presente
de principio a fin en No hay causa perdida, asemeja a Laureano Gómez y a Álvaro
Uribe Vélez? Aunque Gómez y Uribe defienden las tradiciones y el proyecto
conservador (con las banderas del “liberalismo” o como “independiente”, el
líder del Puro Centro Democrático es profundamente conservador en su discurso),
su talante es absolutamente distinto.
El primero ataca sin
piedad el proyecto moderno, defiende los valores basados en los preceptos del
catolicismo y la tradición conservadora heredada de Miguel Antonio Caro. Uribe
no le teme a un proyecto político moderno, que sustituya la democracia por
formas de autoridad como la fuerza, y legitime modalidades de poder no
legítimas (como las Convivir).
Laureano Gómez era un
lector asiduo. Aunque basado en “dogmas inexorables”, se aventuró en el campo
de la crítica de la obra de León de Greiff, de Porfirio Barba Jacob y García
Lorca. De Barba Jacob, por ejemplo, concluye que “las personas normales y
decentes” no pueden sino arrojar a la basura su libro de versos. También
recurre a la estigmatización: “Para ser gran poeta a la manera de García Lorca
no se necesita saber nada ni someterse a ninguna regla ni disciplina. Basta ser
gitano y tener poca vergüenza”.
Cuando narra la muerte del
padre Antonio Bedoya en San Francisco, Uribe Vélez recuerda que Carlos Gaviria
Díaz, su maestro de la Universidad de Antioquia, le dijo: “He oído que el
Ejército mató al padre Antonio”. El expresidente le respondió que había visto
con sus “propios ojos” el asesinato a manos de la guerrilla. Sin embargo, en la
página anterior había relatado: “Al darme la vuelta para subir al helicóptero
escuché las primeras detonaciones”, se arrastró hacia una zanja y luego corrió
agachado al helicóptero. (¿Cómo vio con “sus propios ojos” si dio la vuelta y
estaba huyendo?).
Entonces concluye:
“Gaviria insistió en su interpretación de los acontecimientos. Pero Dios
siempre recompensa la verdad”. La falsedad como estigma unida al nombre de Dios
como garante de su versión de los hechos.
Acorde con el contenido de
su autobiografía y de su discurso público, el acervo literario de Álvaro Uribe
Vélez está constituido por lecturas académicas, básicas. Las citas de
personajes célebres al comienzo de cada uno de los seis apartes de No hay causa
perdida son sólo introductorias, casuales, no presentan ningún vínculo
conceptual con el texto que preceden.
El texto no ofrece
homenajes literarios implícitos que sugieran la conexión de Álvaro Uribe Vélez
con alguna corriente estética. Sin embargo, en la autobiografía se vale de su
habilidad para memorizar discursos de líderes famosos, como Jorge Eliécer
Gaitán; y de encuentros con Gabriel García Márquez y Débora Arango, para
ilustrar su cercanía con la cultura nacional.
De otro lado, Gómez y
Uribe comparten el recurso de aludir sin nombrar, como forma de anular la
existencia del otro. Laureano Gómez califica el arte vanguardista como una
“indecente farsa”, citando como ejemplo a Diego Rivera. En ese sentido, dice:
“Ha embadurnado los muros de un edificio público de Medellín con una copia y
servil imitación de la manera y procedimientos del mexicano”. Hace referencia a
Pedro Nel Gómez, sin mencionar su nombre.
Uribe opta por no
mencionar con nombre propio a los periodistas y “analistas de relaciones
internacionales” que lo contradicen. Habla de medios, no de individuos. “Tal
vez soy un romántico incorregible […] pero siempre me he negado a aceptar que
Colombia sea una causa perdida…”.
No hay causa perdida es la
parábola, épica, de un redentor cuya causa es Colombia. Y seguirá perdida,
según el texto, sin la presencia de Álvaro Uribe Vélez.
* *Rubén Sierra (editor), ‘La restauración
conservadora 1946-1957’, Bogotá, Cátedra de Pensamiento Colombiano, Universidad
Nacional de Colombia Sede Bogotá, 2012, 422 páginas.
*Álvaro Uribe Vélez y Brian Winter, ‘No hay
causa perdida’, Estados Unidos, Celebra-Penguin Group, 2012, 344 páginas.
FUENTE:
http://www.elespectador.com/noticias/cultura/parabola-de-alvaro-uribe-velez-articulo-385231
FUENTE:
http://www.elespectador.com/noticias/cultura/parabola-de-alvaro-uribe-velez-articulo-385231
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