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Pueblo Urbano

     Mientras tanto, la administración municipal se prepara para las elecciones y contrata por tres meses unas 9.000 personas para que hagan algo por la ciudad y para que, antes que esa tarea, consigan votos.
    Era un centro que movía pasajeros de primera, segunda y tercera y cargas; ganado, café, maíz; en sus alrededores prosperaron hoteles, tiendas, bares, prostíbulos, y se conocía como Guayaquil. Eran calles bullosas donde se oían los tangos de Gardel y de Magaldi desde las 10 de la mañana; una zona entre pintoresca y peligrosa. Con el tiempo —y en su periferia hacia el río Medellín— apareció una población de menesterosos, malandrines, recicladores, andariegos, que terminó siendo distinguida como habitantes de la calle. Su número aumentaba a medida que la ciudad crecía y recibía olas de migrantes y desplazados. Con el metro el precio de la tierra urbana se disparó y la zona fue remodelada para aprovechar esa plusvalía. La condición de la modernización fue sacar “esa gente de ahí”. Como no los podían matar ni desaparecer a todos porque eran muchos, las administraciones municipales terminaron por empujarlos a otras zonas a punta de terror. No todas usaron el mismo método. Fajardo y Salazar los ubicaron en áreas donde estorbaran menos y donde se podían bañar, peluquear y dormir en carpas. Seguían metiendo bazuco, pero limpios. De allí también los sacaron y la gente invadió lo que se llama Estación Villa: ollas de vicio que la Policía no tardó en reprimir a palo. La migración de “esa gente” continuó hacia el mercado de La Minorista, un nuevo epicentro manejado desde hace 20 años por el paramilitarismo puro y duro, abrigado por la Oficina de Envigado. Poco a poco, “esa gente” —la más “tostada”— ocupó y ocupa la franja de terreno que hay entre la avenida regional y el río. Viven del reciclaje que les rapan a las recicladoras empresariales, del retaque, y los más vivos se vuelven “carritos” que hacen mandados de droga y de armas a sus patrones. El parche se ha abultado, extendido, multiplicado, y hoy son una verdadera multitud que echa raíces en una zona llamada Centro Día y que ocupa puentes, zonas verdes y espacios sin construir. Mal contada es una población de 6.000 personas permanentes, porque flotantes pueden ser 25.000. Sólo debajo de un puente hay un pueblo de 900 o mil habitantes que cocinan en ollas comunales, se bañan en el río, levantan carpas, construyen cambuches y deambulan de rebusque en toda la ciudad y en pueblos cercanos —Bello, Zabaleta, Girardota—, excepto Envigado, donde simplemente los matan. Parcharse bajo el puente es un privilegio que hay que pelear a chuzo limpio y se pagan impuestos a los que tienen armas para arrendar el puesto. Es una cárcel sin paredes pero con techo. Tienen autoridades que, como en las cárceles, se llaman caciques, verdaderos tratantes de droga, un negocio que se reparten con los paramilitares que los respaldan y con la Policía que los aprovecha. Policías corruptos y paramilitares tolerados son el poder local, para decirlo en lenguaje de ONG. El pegante, el bazuco, la maracachafa son el pan de cada día. También la muerte. Perdidos en las nebulosas del bazuco, del alcohol industrial, del bóxer; terapiados por caciques, “paras” y polochos, no pocos se les botan a los carros, a propósito o sin él, y sus cuerpos estallan contra los bómperes de un bus o de una 4x4 que dejan un reguero de sangre de otro NN que se enterrará en la fosa común o que sus parceros botarán al río para evitar que la Policía venga a medianoche con reflectores y sirenas a levantar el cadáver.  

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